Qué inútil el sacrificio de Molly Secante, abismada en un vórtice de fuego por la misma mano robótica que ahora me dedicaba un libro.

No tenia pruebas, sino intuiciones pero no sé si intentarlo valía el riesgo.

“Espero que estas páginas te trasporten a lugares oscuros, y no te suelten hasta que la historia termine”.

Le puso el punto final a la dedicatoria, me miró y dijo…

—”Tanto me insististe para que te lo dedicara, ahí tenés”.

Me lo dijo de una forma que al leer esas pocas palabras no pude no tomarlas como una maldición.

Sentí que algo frío me corría por la nuca.

Lentamente, traté de calmarme. “lugares obscuros”, “final de la historia”… debe ser una coincidencia, “tiene” que ser una coincidencia murmuré.

Ignoro si no me escuchó o fingió no hacerlo, ambas opciones me aterraban.

Miré mis manos, cada vez más pálidas, casi translucidas.

Miré la dedicatoria. Trazos que debían ser negros eran sin embargo de un penetrante rojo carmesí.

Levanté la vista hacia el plateado robot con el pentagrama grabado a láser en la frente. Sonrió humanamente, diabólicamente.

Seis veces había intentado Porthos dar caza al Último Rebelde: seis fracasos, cada uno más humillante que el anterior.

La Federación le había dejado claro que el séptimo sería el último antes del exilio por deshonra.

Ahí lo tenía, una vez más, arrinconado en un planeta sin luna.

Sentía la presencia del Teniente Mayor Berdín en su navío. La vigilancia del ejército lo desconcertaba.

Pero esta vez lo había planeado todo. Por algo algo había llevado hasta ese rincón con la inusual ausencia de satélites naturales.

No habría oscuridad que lo cubra ni lo guarde

El Último Rebelde sabía que tendría una sola oportunidad para escapar.

Los esbirros de Porthos lo rodeaban por tierra y la flota del ejército de la Federación hacía imposible escapar en su precaria nave hacia otro sistema.

Porthos levantó su brazo para dar la orden final

Cuando era chico veía que entraban y salían los vagones negros cada tanto.

Era divertido. Todos los niños íbamos al límite de la fábrica para asombrarnos con esas moles.

Fue cuando crecimos que abandonamos ese juego. Cuando nos enteramos que salía de esa fábrica.

Todo fue peor cuando supimos cuál era la materia prima.

Venían, con sus chirridos y cliqueos, los Carontes a buscarlos apenas morían.

Y si uno se resistía… bueno, las cuchillas metálicas se encargaban de conseguir más materia prima.

Si, las risas alrededor de esa fábrica habían desaparecido hacía mucho, y ya nos habíamos acostumbrados a ella cuando ese “incidente” ocurrió.

Era de madrugada, yo me acababa de despertar cuando…

Cuando de los grandes portones de la fábrica salía un grupo de encapuchados que se confundían con la penumbra de la noche.

Sus tunicas negras apenas podían verse, solo iluminadas con la tenue luz de las antorchas que cargaban…

Cantaban en lenguas muertas. Sería latín? No, no sonaba con esa claridad. Pero eso no era lo más llamativo. No se sentía el olor de la antorcha chamuscándose.

El aire se sentía… Perfumado. Sándalo. Sándalo por todas partes.

Una palabra sí se oía: “NUT”.

Las ventanas de mi casa estaban abiertas. Ni sus cantos ni aquel olor habían despertado a nadie más que a mi, y por un momento sentí que estaban llamándome.

Decidí responder; si me acercaba entre las sombras no había forma de que me viesen.

Salí . El sándalo copó mis sentidos y una figura chirriante me golpeó la cabeza.

Cuando desperté el dulce aroma había sido reemplazado por otro más penetrante. Huesos secos y piedra. Vi calaveras bajo una figura mecánica de 10 brazos.

Un bramido, “Kali Mac” retumbó en la fábrica.

Y ahí estaban, no conocía sus nombres pero supe instantáneamente que estaba frente a aquellos de quienes hablaba la leyenda

Era mágico y a la vez aterrador. Una gota gorda bajó de mi pelo recorriendo la frente y se situó en mis parpados cansados. Un escozor retumbó en mi cuerpo.

En la oscuridad sentí la presencia de otro.

Quería correr, aún sabiendo que no serviría de nada. Mi cuerpo no supo responder y permanecí inmóvil mientras un sentir gélido recorría mi espalda.

Sentí lentamente el acercar de una mano hasta mi hombro, temiendo todo el recorrido.